Sobre la economía de la atención. Cómo el mercado trafica con nuestros sentidos

'Paso. Paso. Paso. Like. Paso. Like. Paso' y así hasta que dentro del catálogo de personas, noticias, productos, lo que sea que estuvieras viendo, has hecho una preselección inconsciente de lo que quieres y lo que no. Un acto tan mecanizado que ya no sabemos si es automático, donde ya no sabemos si quiera si lo que hemos elegido ha sido por voluntad o por instinto. Y es que las aplicaciones nos lo han puesto todo tan fácil y accesible, nos han facilitado tanto la tarea de pensar deliberadamente que no sólo compiten contra otras aplicaciones sino con nuestra capacidad de estar atentos.
Esta entrada, lejos de la tónica habitual que quiero darle a este grano de arena en la orilla de la irrelevancia, será casi seguro de los que traten no sólo temas más actuales sino con un estilo más personal; con un origen más visceral que académico. Pero si ni siquiera en el redil de nuestras consciencias podemos gritar libres, ¿dónde aparcamos pues nuestras esperanzas? "El aspecto más triste de la vida actual es que la ciencia gana en conocimiento más rápidamente que la sociedad en sabiduría", dijo Isaac Asimov. '¿Pero qué es conocimiento y qué es sociedad?' le espetarían esos posmodernos henchidos de idealismo escudados en la nebulosa de los sentidos. Esos que nos gobiernan y han divorciado desde la lógica del capitalismo al fenómeno del noúmeno en terminología kantiana. Y es de la nebulosa de los sentidos, de nuestro lado más primitivo, del que vengo a hablar hoy. En concreto de cómo estos sentidos son explotados por el sistema, de cómo a través de estos estímulos secuestrados nos hemos entregado en cuerpo y alma a una dinámica que tiene nuestra esencia más íntima bajo una penumbra de adicción, inconsciencia e indefinición continua. Porque como dijo Gramsci, la indiferencia es el peso muerto de la Historia.

Traficantes de estímulos

Entras en una tienda y tiene un olor propio, reconocible para aquellos con buen olfato. Pasas a otra tienda y tiene otro olor característico de esa misma marca. Son las 10 de la mañana y suena una música suave, tranquila, relajada; música que a medida que avanza el día se va tornando más agresiva, más acelerada, más frenética. Como una ola de emociones, cada marca quiere transportarnos en un viaje personal donde ya no preocupa tanto la calidad del producto sino la historia y las emociones que nos hagan sentir. Las lavadoras no son ya esa quintaesencia de la ingeniería doméstica que facilitan las tareas del hogar. No, ahora son un miembro más de la familia donde se materializa en relatos personales y evocadores la mano de obra invertida de varios trabajadores. La producción en cadena fordiana es ahora, a modo de relato psicotrópico, una comuna donde cada trabajador pone su granito de arena de felicidad y esfuerzo. El fetichismo de la mercancía en su máximo esplendor. Las empresas no venden productos, venden historias y nos compran como protagonistas.
Todo buen relato que se precie debería sonar real a nivel humano, pero esto al sistema e incluso al consumidor medio le es indiferente. No se busca tanto la realidad como el protagonismo y aquí la dopamina juega un papel fundamental. La dopamina se libera cuando sentimos placer o cuando, atención aquí, obtenemos recompensas. La dopamina es para este sistema lo que el soma en la novela de Un mundo feliz de Huxley. Las empresas tecnológicas tipo Facebook, Google, Twitter o Instagram cuentan con los mejores expertos en psicología para que les asesoren en materia de accesibilidad al público, necesitan crear productos que generen adicción, que generen una necesidad inconsciente para generar datos, tráfico y contenido. Actualizar la página de Twitter para ver si hay algo nuevo o ver esas páginas con un scroll infinito que casi nos obligan a seguir navegando son herramientas de recompensa, herramientas para tenernos enganchandos esperando a que algo nuevo suceda. Arrastras el pulgar hacia abajo y voilá: nuevas noticias, nuevas fotos, nuevos mensajes. La novedad insustancial como droga. De hecho, la mayor inteligencia artificial se está construyendo con Google gracias a las búsquedas de millones de usuarios alrededor del globo. Búsquedas que plasman preocupaciones, intereses, emociones, tendencias y un sin fin de variables. Si algo hay parecido a un Gran Hermano orwelliano, eso debe ser el lugar en el que se almacenen y se procesen todas esas búsquedas. Imaginad por un momento las predicciones y modelos de IA que pueden crearse y reentrenarse con toda esa cantidad de información generada por nosotros. Cuando algo es gratis es porque el producto somos nosotros.



Se sabe que las imágenes y los vídeos captan más nuestra atención y que requieren de un mayor número de concentración para comprender qué sucede. Digamos que con un formato más visual tenemos que pensar menos. 'Vale más una imagen que mil palabras' aplican Instagram y Snapchat, y Twitter lo sabe porque está perdiendo cuota de mercado con respecto a Instagram, a pesar de ser tan sólo 280 caracteres como mucho lo que hay que leer. ¿Qué fue primero, un mundo frenético de cambio constante o un sistema de aplicaciones que necesitaban la inmediatez como combustible? Para engancharnos a una de esas aplicaciones, ya sea Facebook, Instagram, Netflix o derivados, hacen falta tres factores: Que podamos, que queramos y que haya algo que nos mantenga expectantes. Si quieres tener adictos, no puedes hacer que la recompensa sea difícil o imposible de obtener, también debes aprovechar todo el entramado mediático y social para, al menos, prender la chispa de la curiosidad. Y una vez dentro, generar una dinámica de recompensas y estímulos para tener al personal enganchado. Un ejemplo puede verse en los videojuegos y su evolución; sirva como ejemplo la comparativa de la dificultad entre el Ghost 'n Goblins de los 80' o el primer Metal Gear Solid y los videojuegos actuales: La comparativa es insultante. Un desarrollo en lo atractivo de lo visual en pos de la dificultad y del reto. ¿Quién va a querer echar horas y horas en una misma pantalla cuando puede ir a otro juego a sentirse triunfador? Necesitan a la gente feliz, que se sienta triunfadora y victoriosa. Necesitan desligar al individuo de su realidad material y construirles una realidad a medida donde se sientan cómodos, invictos y constantemente al acecho de una actualidad desconextualizada.

La dictadura de la felicidad

La resonancia emocional es fundamental en una sociedad de consumidores y por ello el estado de ánimo debe tenerse bien alto, bien optimista que no positivista, como se dice. Pocos seguidores de Comte y del método científico se aprecian entre los que confunden el optimismo con el positivismo. Incluso en una época como la actual, de confinamiento y tragedia, es casi imposible mostrarse angustiado o hastiado por la situación porque eso 'desmoraliza' o atenta contra la esperanza. La evolución de la situación no depende de las emociones, depende del trabajo de los que están en primera línea de batalla.
No es de extrañar que en este sistema que premia el individualismo y que busca soluciones individuales a problemas generales, la felicidad sirva como falso reflejo del éxito y del bienestar. Una felicidad que encuentra su altavoz en las aplicaciones sociales y que sirven de amplificador de una identidad construida y alejada de la realidad. Vivimos rodeados por mensajes que llaman a una felicidad insustancial, a una euforia desarraigada de toda causa, a una actitud de imbecilidad perpetua donde creemos que nuestra actitud individual puede hacerle siquiera cosquillas a problemas estructurales. 'Un despido no es una tragedia, es una oportunidad' o 'todo es posible si luchas por ello' son muestras de una ideología posmoderna del capitalismo tardío, inculcada como consumidores y no como ciudadanos que son incapaces de desplegar herramientas dialécticas para combatir un sistema que atenta contra la propia conciencia social. Sirva de ejemplo lo que yo llamo 'el efecto Mr. Wonderful', donde se ha visto como en unos años esa temática del individuo contra el sistema desde un enfoque de optimismo desmedido ha inundado el estilo de diseño de los bienes de consumo. Ese mensaje se ha hecho viral en tazas, carpetas, fundas de móviles . Etc. Ya no somos sólo anuncios andarines de un producto sino que ahora somos portadores de una mitología cuando consumimos según que productos. Estamos en la trinchera del realismo y estamos siendo bombardeados con sonrisas inertes por el idealismo más cursi e inocente comandado desde la dictadura de la felicidad.



Las aplicaciones premian y difunden todo este baile de máscaras puesto que sólo permiten interactuar con 'Me Gusta', 'Match', 'Like' o 'Retweet', jamás se permite una interacción negativa entre usuarios porque a fin de cuentas, ¿quién va a querer estar en mi fiesta si es señalado e insultado? Las cuentas que más seguidores tienen son aquellas cuyo contenido se basa en presumir o relatar una suerte de historia sumamente irreal con la buena vida y la sempiterna felicidad como actrices principales; induciendo además a comparar esas vidas perfectas con la de uno mismo y hallando que no, que nosotros ni nos acercamos a esa engañosa perfección. En estos días de reclusión doméstica está prohibido hundirse, hablar de las miserias de miles de familias encerradas en casas pequeñas o desmitificar el romanticismo que algunos han querido ver en el confinamiento. Esta imposición está creando en cadena una sociedad de hipocondríacos emocionales que a la mínima que bajan sus niveles de serotonina, buscan una respuesta individual y emocional a un problema general y estructural. Y cabe decir que España, a pesar de su felicidad como marca nacional y de sus loas a las fiestas presentes en cada esquina, es de los países que más antidepresivos consume del mundo. Sin olvidar que otro sector que va al alza en plena bonanza del sistema, según dicen, es el de la venta de libros de autoayuda.

Idiocracia

El sobreexplotar nuestra atención y sentidos tiene, lógicamente, efectos perniciosos sobre nosotros. Un estudio publicado en Canadá en 2015 mostró cómo nuestra capacidad de atención se había reducido de doce segundos a ocho en apenas quince años, posicionándonos por debajo de la capacidad de concentración de un pez de colores. Esto genera que las compañías que quieren captar nuestra atención deban competir salvajamente entre ellas y con el mundo que nos rodea para elaborar el estímulo o cebo sensorial más llamativo, para que en un margen de ocho segundos queramos más y más. La contrapartida, agravante social donde los haya, es que la capacidad de crear y tramitar información compleja ha disminuido considerablemente. Todo debe ser más preciso, compacto y llamativo, lo que puede apreciarse incluso en el prostituido género de la literatura. Si por ejemplo tomamos una novela de hace no mucho, pongamos Cien años de soledad, y la comparamos con algunos best sellers actuales saltará a la vista, ya desde la primera página, que las frases construidas han perdido riqueza y abstracción. Nos hemos vuelto incapaces e  impacientes, el frenesí es un dogma en nuestro día a día, lo que explica que el usuario medio de Internet cierra la página que quiere ver si ésta tarda más de tres segundos en cargarse. Este frenesí que nos obliga a engullir información sin procesar, que nos arroja al abismo de la amnesia colectiva, impide que podamos trazar conexiones y relatos lógicos entre los sucesos políticos o históricos ocurridos hace unas semanas y los de hoy; y no digamos ya de los acontecidos hace años y los de ayer. Esta producción en cadena, entre otros efectos, ha hecho menos visible la brecha entre información y opinión en los medios de comunicación. En esta crisis sociosanitaria se puede ver, quien tenga tragaderas y paciencia, cómo los periodistas están horas y horas hablando de lo mismo, sin ofrecer nueva información debido a la imposibilidad material y emitiendo opinión bajo la apariencia de información. La lacra que se desprende de esto es la homogeneidad generada en las ideas de las personas, la estrecha cantidad de términos y conceptos que van a definir la pseudoideología de las personas que tomen estos medios como referentes y, por último pero no menos peligroso, el discurso construido con base a enunciaciones carentes de lógica y alejadas de cualquier parecido con la realidad; en medida porque apelan a lo sensible sobre lo cognoscible. En vez del sueño americano, esto se parece a la pesadilla gnóstica. Pero qué puede alumbrarse de décadas de una educación roussoniana que nos prepara por debajo de las expectativas de una realidad que se nos hace incomprensible.



Sin duda alguna, el haber conquistado el acceso a los bienes más básicos ha hecho que perdamos esa fricción con el mundo inestable para dar paso a un mundo idealizado virtualmente, porque la realidad nos ha venido grandes, nos genera una desesperación inmensa por ser relevantes. Pero esa fricción inherente a la realidad es necesaria para vivir, para evolucionar, para fortalecerse, para ser humanos. Ojalá llegásemos a ese punto donde ser relevantes o no sea de hecho irrelevante e independiente de nuestra voluntad de seguir haciendo o creando. Y la vida real, esa que está justo detrás de la pantalla, sigue avanzando, sigue otorgando tanto victorias como derrotas donde ya no tenemos capacidad de actuar por miedo a perder, por miedo a ser nosotros. A la realidad le importa bien poco lo que queramos o soñemos, por ello hay que trabajar pacientemente en lo que queremos, no al revés. Nos hemos vuelto tan cínicos como sociedad que cuando visitamos lugares históricos de una importancia manifiesta, no tratamos de comprender ese lugar y su contexto, sino que tratamos que ese contexto se adapte a nosotros, a nuestra postura vital, a nuestra imagen proyectada. Queremos, como individuos, anteponernos a la construcción humana de la Historia.




"La Realidad es aquello que, incluso aunque dejes de creer en ello, sigue existiendo y no desaparece."
Philip K. Dick en 'Quisiera llegar pronto' (1980)

"Take a look around, find a way in the silence"

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